Apología a un cuerpo que yace frío y que vive en mi calor.

En sí, el suceso de devenir en madre es una acto de violencia compactada en horas de desgarres y gritos infernales. Es la concreción del gran momento esperado. Parir una criatura es el acto animal más puro y solemne que uno puede apreciar. Ser hijo no significa tanto hasta que no se conoce el momento del parto en carne propia, ahí donde se fraguan las mamás. 

La maternidad parece una vorágine de altibajos energéticos y sentimental. La carga desde el día cero es permanente en cuerpo y alma. La transformación psíquica de la madre, por lo que se ve, también es observable.  

Una de mis madres (tuve dos) murió desgarrando una parte de mí interior, dejando salir mariposas y brujerías, ambas místicas. La primera es hermosa por la fuerza expandible de su aleteo y la segunda es terrible por la potencia de su sabiduría. Creo que mi apologética a la locura es solo una forma de recordarla en sus últimos años de exabruptos emocionales. 

Perder una madre (una abuela) es una forma de quedarse completamente solo frente al espejo que dictamina una sola presencia. Cada vez que pienso en esta mirada solitaria en el espejo imaginando a la vieja loca se me revientan las cuerdas vocales. No soy un ser hecho para el sufrimiento, y de hecho he decidido olvidar esas fechas extremas donde muere la gente que amo. Sin embargo, a la madre que tengo viva la llamo siempre y le he dicho que la amo. Eso me ha convertido en un hijo verdadero para ella, porque nunca lo dije antes de ser padre. Es una cosa rara. 

Y así pues, con esta nota cargada de fantasías y sentimientos de dolor deseo recordar el día de mis madres y de las madres del mundo entero.